El agua resplandece a través del cristal del vaso que descansa sobre la mesa de mi viejo comedor, las pupilas de mis ojos atrapan el reflejo azuloso de la imagen y mi mente evoca el recuerdo del frescor de la calle solitaria, aquella calle en que paseábamos al bajar del transporte todos los días de regreso de la casa del abuelo, esas tardes en que para mi el mundo se acababa cuando caminaba sobre el limpio concreto que de vez en vez presentaba irregularidades o ligeros baches que tenía que esquivar con mis delgadas piernas y, creo recordar, todavía tomado de la mano de mi madre, yo con pueril algarabia me sentía andando por los elíseos, el tiempo se suspendía y no anhelaba ni pensaba en otra cosa, porque mi existencia se centraba en la mística de esa calle de casitas de colores vivarachos y de formas divertidas.
Si, me divertía al pensar en la alegría de las señoras y los señores que habitaban esas casitas en esa calle, recuerdo haber pensado que viviendo en un lugar así, la vida sería gozosa y muy feliz.
Un estruendo interrumpe mi nostalgia cuando veo caer por accidente el vaso y romperse en tantos pedazos como los que mi ojo puede alcanzar a contabilizar. El azul de mis ojos se decolora infamemente y el recuerdo de mi mente también pierde su color, se destiñe como las palabras de un libro que ha sido hojeado un millón de veces.
El texto va perdiendo nitidez, las páginas adquieren un color amarillento debido a la humedad, empiezan por arrugarse y acaban por romperse, hasta que finalmente muere deshojado, mutilado.
En seguida se apodera de mi una angustiosa idea que llega de repente como por efecto de un temor inminente, aunque nada tangible.
Me pongo en pie aventando hacia atrás la silla en la que estoy sentado, subo a mi recámara por algo para cubrirme del frío, que me he dado cuenta, no es tanto por la inclemencia del clima, sino por el miedo provocado de la idea que me ha movido a precipitarme hacia el lugar tan protegido en mis recuerdos.
Tomo el transporte en la esquina de la avenida principal, no veo nada que no viera antes, gente absorta en sus problemas, el sudor de la frente indica la extenuante jornada de trabajo en algún almacén del monstruoso complejo comercial por todos conocido, o en alguna compañía o unidad fabril ubicada no muy lejos de la zona, madres de familia ayudando a sus pequeños de uniforme de cuadrículas a cargar esas mochilas que parecen a punto de reventar por los cuadernos y libros que están obligados a cargar, como cuando yo era niño y llegaba a la casa de mis abuelos con ganas de enfrentar a mis muñecos en el lavadero, esperando a que el sol se retirara y la tarde ensombreciera el zaguán por el que todos los días, en punto de las seis, minutos más, minutos menos, entraba la figura que me llevaría de vuelta a aquella calle de color gris limpio, tan limpio como el gris de mi preciada tarde.
Cuatro cincuenta de pasaje. - cómo han subido las cosas - Mi mirada es de desencanto. Mi calle ya no es como era.Parece tan carente de ese toque mágico que yo recordaba, la gente que camina sobre ella ha perdido su chispeante humor.
Una calle que no es ni la sombra de lo que era antes: hundimientos, baches, paredes pintarrajeadas. Me pregunto cuántas almas estarán así, si este es el reflejo de esas almas que crecieron mientras yo me he ído, si esta es la desolación que ha provocado mi olvido.
Corazón Llameante
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